Queridos hermanos:
Reconozco que todo lo que leo sobre Cataluña, no me deja
indiferente, aunque ganas dan de desenchufarse del tema y Dios dirá. Pero no
puedo evitarlo. Jugando con las palabras puedo afirmar que, en principio, no me interesa el principado más que Andalucía,
Extremadura, Asturias o Melilla, pues no es Cataluña ni más ni mejor que
cualquier otra parte de España, esa nación maravillosa que muchos llaman “este
país”. Y yo me considero más español que estepaiseño. Pero yo he vivido de niño
allí. En Tarragona, cerca de la plaza de toros, mientras mi padre, impresor, era maestro de taller en la
Universidad Laboral de aquella pequeña ciudad. La Rabassada, el campo de Marte, Sitges, Salou, las
cuestas del Garraf… forman parte de mi infancia y no puedo considerarlas extranjeras. No lo
son.
Más tarde, curso escolar 1978/79, que empezamos dictatoriales y terminamos constitucionales, mi primer destino definitivo como maestro, tras catorce meses y un día de vigilar una garita en La Coruña, me llevó forzoso a Viloví del Penedés, que aún no era Vilobí, pues Cataluña y otras regiones necesitaban entonces maestros, profesión mal pagada y poco estimada, escasamente atractiva en un lugar con tantas facultades universitarias como Barcelona. En lo que luego sería mi región, Castilla La Mancha, entonces no había ninguna universidad en las cinco provincias que ahora la forman. El alcalde, cuyo nombre recuerdo, aunque no lo cite, no ahorró decirme que preferían maestros catalanes y hasta puso ciertas pegas en firmarme la preceptiva toma de posesión. Tras largas colas varios días en la infinita calle Aragón de Barcelona, reclamé lo que, a la fuerza y contra mi voluntad, era mío y tomé posesión de esa escuela para cuyo desempeño había sido nombrado en el Boletín Oficial del Estado. Allí trabajé junto a un leonés, una murciana y un director de Tortosa durante un curso, pues era una escuela graduada con cuatro unidades, y lo llevé lo mejor que pude comiendo conejos a la brasa y bebiendo cava a quinientos kilómetros de mi familia, mi música y mis amigos.
Más tarde, curso escolar 1978/79, que empezamos dictatoriales y terminamos constitucionales, mi primer destino definitivo como maestro, tras catorce meses y un día de vigilar una garita en La Coruña, me llevó forzoso a Viloví del Penedés, que aún no era Vilobí, pues Cataluña y otras regiones necesitaban entonces maestros, profesión mal pagada y poco estimada, escasamente atractiva en un lugar con tantas facultades universitarias como Barcelona. En lo que luego sería mi región, Castilla La Mancha, entonces no había ninguna universidad en las cinco provincias que ahora la forman. El alcalde, cuyo nombre recuerdo, aunque no lo cite, no ahorró decirme que preferían maestros catalanes y hasta puso ciertas pegas en firmarme la preceptiva toma de posesión. Tras largas colas varios días en la infinita calle Aragón de Barcelona, reclamé lo que, a la fuerza y contra mi voluntad, era mío y tomé posesión de esa escuela para cuyo desempeño había sido nombrado en el Boletín Oficial del Estado. Allí trabajé junto a un leonés, una murciana y un director de Tortosa durante un curso, pues era una escuela graduada con cuatro unidades, y lo llevé lo mejor que pude comiendo conejos a la brasa y bebiendo cava a quinientos kilómetros de mi familia, mi música y mis amigos.
Tuve suerte, pues a otros compañeros de profesión los
enviaron a Basauri o a algún villorrio del país vasco, en una época en que a
estos funcionarios allí desplazados les daban licencia de armas. O a Hierro o
la Gomera, lugares tan maravillosos como apartados. Aunque a disgusto, había
que entender que, como funcionario, pudieras ser destinado a donde tu país te
necesitara. Hoy seríamos menos contentadizos. Y más visto lo visto.
Yo vivía en Vilafranca, pues en Viloví, pueblecito muy cercano, no había en donde
hacerlo. El autobús salía sobre las 7:30 de la madrugada y era mucha distancia para
ir andando a diario. Llegaba a las ocho menos veinte y cuando abría la escuela a las 9 ya me había tomado seis cafés
y, la verdad, siempre estaba de los nervios en esos meses entre el alcalde y la
cafeína. Ahora pienso que
debí comprarme una bicicleta. Al final busqué un coche, y un alma caritativa me
prestó un Renault 4L con tres marchas con el que no podías quitar la vista de
la carretera ni las manos del volante pues tenía una querencia casi imbatible a
irse al ribazo. Salvo algunos de fines de semana, todos los viernes me volvía a Albacete
o a Alicante a ver a mi novia.
Recuerdo comparar las carreteras bien asfaltadas que unían los
pequeños pueblecitos de nombres musicales y rimbombantes cuando autobuses
pagados por la administración nos llevaban con nuestros alumnos a competiciones
deportivas. O el día de San Jordi, cuando la Caixa de Estalvis de Cataluña nos
regalaba, no recuerdo si rosa, pero al menos un hermoso libro sobre el románico catalán, o un
juego de pluma y bolígrafo con motivo del día del maestro. Tal vez que la
diferencia abismal entre esos pueblos, tales carreteras o tamaña prosperidad y
las de muchos otros lugares de España en parte se haya suavizado, es algo que
debamos hacernos perdonar.
En cuanto pude abandoné definitivamente a Tarradellas, a la sazón presidente de la recién recuperada
Generalitat, que con el tiempo ha resultado ser el único presidente en verdad honorable
de esa comunidad autónoma, y me vine
para mi tierra. En Alpera me recibieron infinitamente mejor y allí viví muchos
años, hice muchos amigos y de ese pueblo maravilloso sigo guardando afectos y buenos
recuerdos. En realidad, de Viloví tampoco los tengo malos, salvo cosas que el
tiempo ha dejado en simples anécdotas. Viniendo de una garita, el cambio fue
sustancialmente a mejor.
No me sentí maltratado por Cataluña, si acaso por algunos de
sus dirigentes y otros inmigrantes conversos
que ya apuntaban maneras. Nunca tuve problemas con la lengua salvo con algún cristiano
nuevo, tal vez de mi tierra, que la utilizaba como un converso hace con la tajada
de tocino, para mostrar ante los nativos la firmeza de su fe. Incluso en una
especie de casino de Vilafranca, puedo recordar a un provocador suicida que vestía
equipamiento oficial y bandera del Real Madrid cuando por las tardes
retransmitían un partido de fútbol, como la final de Basilea, cuando el Barça
venció por 4-3 al Dusseldorf. El madridista era consentido, aunque diana de
toda clase de bromas, benévolos escarnios y comentarios jocosos, pero tolerado,
no insultado. Hoy dudo que saliera vivo de allí.
Vivos, pero a la fuerza, tuvieron que salir pocos años después de la región miles y miles de docentes que recibieron un telegrama de la Generalitat ya pujolista, conminándoles a pedir el traslado en un plazo de días a otros destinos fuera de la comunidad, pues no habían acreditado suficiente conocimiento de la lengua catalana, una condición impuesta y sobrevenida que hacía de Cataluña un coto laboral cerrado para los nativos. Una deportación estalinista perpetrada por neofascistas, una depuración étnico-cultural consentida, un abuso permitido que burlaba, entre otras muchas cosas, los principios constitucionales de libertad de residencia, de trabajo y de igualdad de derechos entre todos los españoles. Está claro que, ante la permisividad vergonzosa del gobierno central ante tal infamia, estos docentes se vieron indefensos y avasallados. Una más de las muchas cesiones que la compra-venta de votos en el parlamento nacional habían conseguido estos xenófobos supremacistas en su plan totalitario de segregar una parte de España, donde campar a sus anchas y avasallar a todo lo que sonara a español. Cuando escucho hablar de cumplir este o aquel principio de la Constitución por parte de una mayoría de mesetarios desentendidos, cuando no favorables a este proceso tan poco democrático, oscilo entre la risa, el llanto y la rabia. Llegué allí, como muchos otros, a la fuerza, cuando nos necesitaban. Cuando ya estorbaban a sus planes de depuración cultural y lingüística, de base etnicista y fondo económico, fueron arrojados sin contemplaciones de la región, donde vivían y trabajaban. El gobierno central y el resto del país estaba en otras cosas. Si se les permitió semejante deportación forzosa ¿qué límites se les pondrán? Me temo que ningunos, en todo caso, dependerán no de la justicia ni de la ley, sino de las conveniencias y debilidades de los partidos para sumar votos con que gobernar. Lo que no deja de ser pagar con los derechos vulnerados de los ciudadanos que los sucesivos gobiernos echan a las arenas del circo nacionalista, unas fieras ombliguistas y ensimismadas. Mientras se actúe desde el Estado de esta forma rendida ante estos dictadores "blandos" regionales, nadie hable de igualdad, de justicia, de Consitución y de otras garambainas.
Siempre he defendido a Cataluña, a su lengua, sus costumbres,
sus canciones, su cultura y sus gentes, que siempre he diferenciado de sus
lamentables gobernantes que, como buenos españoles, poco difieren de los del
resto de España. Igual de mediocres, ladrones, soberbios, ineficaces y
sectarios. El nacionalismo añade algo más de irracionalidad y engreimiento, si
cabe.
Como músico, siempre me ha llamado la atención, de forma
irritante e incomprensible para mi, tengo que decir, que la gente soportara en
bailes, emisoras, discotecas y demás lugares, una música en un inglés que le
resultaba incomprensible, que nadie pareciera percatarse que la ópera estaba en
italiano, en alemán o en swahili, pero mucha gente levantara inquieta la oreja al
escuchar una hermosa canción de Lluis Llach, compuesta antes de perder el
oremus ora de soñar y cantar viajes a Ítaca ora de que la barretina de lana gris le apriete las meninges.
España nunca ha valorado la riqueza
lingüística que tiene, ni defendido como propias todas las lenguas del Estado,
error que los nacionalistas han resuelto demostrando, como buenos españoles,
ser igual de irracionales y totalitarios, despreciando e intentando arrinconar
una de las dos lenguas que tienen la inmensa suerte de poseer.
De mi inicial simpatía y comprensión, los acontecimientos y ciertas
opiniones y lemas, me han ido empujando al desconcierto, a la tibieza más tarde
para terminar en una hostilidad defensiva. No puedo tolerar que se me llame
ladrón, pues tienen en casa quien les robe a manos llenas, ni que se dé a
entender que vivimos a su costa, que la palabra español sea allí un insulto en
boca de algunos, —quiero pensar que son los menos—, que personajillos como
Cucurrull, estiracen de la historia, otra de mis querencias, hasta un ridículo
que, como signo de la altura intelectual de los impulsores del “proceso”, es la
prueba definitiva de que no están en buenas manos.
La deslealtad de achacar las consecuencias de la actual
crisis a la rémora que para Mas y sus secuaces supone la pertenencia a España,
reuniendo el legítimo amor a la propio con el más mezquino y egoísta de los
intereses económicos, recurriendo a maltratar las estadísticas como con la
historia suelen hacer, es algo que será difícil de olvidar en momentos más
prósperos. Tal vez en lo único en que lleven razón sea en que nunca nada
volverá a ser lo que fue. Y malditos sean quienes han conseguido enfrentar a
una parte de la sociedad contra otra en gran parte para evitar que sus latrocinios,
evasiones y mordidas sean investigadas por la justicia española. Es
imprescindible crear otra. El juez Vidal se ocupará del borrón y cuenta nueva
mientras nosotros nos encargamos de entretener al personal con banderitas y
manifestaciones, en hacer de cada día una fecha histórica, de cada voto el voto
de tu vida, de cada acercamiento de la justicia a nuestras trápalas una afrenta
a Cataluña, de cada problema derivado de nuestra gestión no mala, sino
inexistente, otra nueva agresión de España. La histeria y la paranoia que antes
solían conducir al psiquiátrico actualmente te pueden llevar al gobierno, pues hoy
en día son dolencias indispensables para ser alguien en la Cataluña oficial.