viernes, 11 de marzo de 2016

Epístola aclaratoria

Queridos hermanos. Creo que la presente será mi última epístola, al menos de las dedicadas a lo relacionado con la situación política, tema agrio y vidrioso. Mi registro habitual era el buen humor y lo que estamos viviendo no lo permite. Cumplo con ella una autoimpuesta obligación de decir lo que pienso, guste o no, para al menos no reconcomerme dentro de un tiempo por haberme callado ante algo que cada día encuentro más disparatado y lleno de peligros. Ya sabréis disculparme, tanto por un contenido que a algunos les resultará hiriente, como por su extensión.

Después de siglos mirados como insectos por nuestros gobiernos, de ser tratados como imbéciles, proceder acentuado en los últimos años en España, algo que es global, pues ni eso inventamos, uno se queda asombrado de que lo que intenta presentarse como solución, en realidad, venga a asentarse sobre una acentuación de ese menosprecio. También los presuntos y autonombrados salvadores siguen partiendo de la tesis de que los ciudadanos, sólo valorados en cuanto posibles votantes, seguimos siendo un rebaño manipulable y estúpido. En lugar de arreglo, tras defraudar las expectativas despertadas, ellos aportan otros nuevos problemas sin solucionar ninguno de los antiguos.

Pocas dudas tenía ya sobre la escasa enjundia de los nuevos aspirantes a gobernarnos, y para despejar incertidumbres o malentendidos, diré que me refiero a Podemos, que tras una ilusionante aparición, con sus mareas y sus mareos ya no pueden ocultar su complicidad y cercanía a mucho de lo que considero parte de lo más casposo y abyecto de lo que el mundo en general y también nuestra sociedad han parido en el pasado siglo. Me espanta verlos al lado del terrorismo, el chavismo, la demagogia más burda, evidenciando con su insoportable soberbia un pensamiento primario, excluyente y totalitario, contemporizando con otros integrismos a los que  no hacen ascos, al menos a sus dineros, lo que les lleva a condescender con aberraciones mayores que las que dicen venir a solucionar. 

Sabido es que las ciencias políticas, como la teología, no son ciencias duras, como la física o las matemáticas, pero coño, algo razonable se debe de aprender allí. Si un teólogo al licenciarse en la Pontificia de Salamanca saliera arriano, cátaro o monofisista dudaríamos de la excelencia y utilidad de sus estudios, algo que me ocurre a mí al escuchar a estos profesores de la Complutense que han aprendido —y lo que es peor, enseñado— más de Goebbels que de Montesquieu, más de Troski o Lenin que de Mandela, que ni se han molestado en leer a Ortega o a Unamuno y dudo que siquiera hayan oído hablar de Ganivet. Respecto a los problemas de España, todos ellos tenían una idea más clara y proponían cosas más razonables que estos asesores de Maduro, colofón profesional de su desvarío docente e ideológico. La arquitectura, ciencia más seria, no hubiera permitido titularse a quien aconsejara el regreso a las cuevas o sólo hubiera aprendido del oficio cómo conseguir clientes que les encargaran colmenas informes donde amontonar vecinos. Resumiendo, un descrédito para su especialidad, ya de por sí vidriosa, etérea y dogmática.
Si grave es su continua apelación más al rencor que a la ilusión, no hablemos de sus representaciones teatrales, muestra de su palmaria vacuidad intelectual y moral, cercana en no pocas ocasiones al ridículo. En sus filas, se arremolinan, junto a personas decentes y razonables, que son las menos, otras de diversas procedencias ideológicas, casi todas ellas trasnochadas y no puestas al día, activistas, okupas y algún que otro pendejo. Si dicen defender la unidad de España, la realidad es que los grupúsculos de la franquicia que conforma a Podemos en gran parte apoyan la disgregación, incluso justificando a quienes durante decenios intentaban promoverla con tiros en la nuca. La indignación que dio lugar al nacimiento de esta especie de aquelarre no puede amparar tanta arrogancia y estúpida agresividad.  Pablo Iglesias cada vez me recuerda más, tanto en sus intervenciones actuales como en los vídeos que no ha podido evitar que conozcamos, a José Antonio Primo de Rivera y Sáenz de Heredia, a su dialéctica de los puños y las pistolas y a sus mítines en el Teatro de la Comedia. Sicilia, año 36. Penoso. Mi conclusión es que, aparte de esa continua performance, detrás de esa puesta en escena que a veces mueve más al temor que a la esperanza, cuando no a la risa, poco más hay. Un ajuste de cuentas realizado por quien no sabe sumar. Más afán existe en arramblar, en destruir, en imponer su extremismo antediluviano, que de edificar, de avanzar sobre lo ya construido, que es mucho. La superación de la arquitectura actual, que puede no gustar, no es levantar una ermita visigoda.

Prácticamente todas mis epístolas anteriores se han dedicado a evidenciar que España no estaba en buenas manos, ni con este ni con el gobierno anterior, ya que la estupidez vacua es tan nociva como la maldad, que demasiados ladrones había en el poder y sus aledaños, que la mediocridad era la norma, que el interés particular y del partido —no de uno, de todos ellos— se ponía por delante del interés general. Que la crisis a la que tanto ayudaron entre todos a crecer, se afrontó de forma despiadada e insensible hacia el sufrimiento, la precariedad y el desamparo de parte no pequeña de la sociedad, como siempre la más débil. Una sociedad a la que han empobrecido para enriquecer a una minoría cercana y para financiar todos y cada uno de los partidos, salvo honrosas excepciones que no conozco.  

Esto no ha sido monopolio del Partido Popular, pues todo el que ha tocado poder, ha visto —y permitido— corromperse a parte de los suyos. En proporción al poder alcanzado, lo que no sirve de disculpa a nadie. No entraré en comparaciones sobre la cuantía de lo malversado, pero no puedo dejar de decir que somos proclives a medir con vara harto trucada, que la romana se usa de forma torticera y que tendemos a ser menos estrictos con los afines que con los contrarios, en lugar de pedir que cada palo aguante su vela. Que cada uno considere el grado de dureza con que ha criticado, si es que lo ha llegado a hacer, las rapiñas de aquellos con los que simpatiza, como primer ejercicio de autocrítica. Eso nos pone a todos en mal lugar, pues pocos han tenido la decencia de mirar con el mismo escrúpulo hacia todos lados. En el fondo, nuestros olvidos selectivos, nuestra defensa por acción u omisión, nuestra parcialidad, es lo que ha permitido que la corrupción haya llegado a mancharlo todo. 

Todo, pero no a todos, pues no es la primera vez que afirmo que la inmensa mayoría de los políticos, cargos públicos y miembros de los partidos son decentes. Tal vez peque de ingenuidad, pero sigo pensando igual. Muchos concejales de lo que estos ignaros llamaban ‘la casta’ se jugaron la vida —y muchos la perdieron— defendiendo aquello en que creían, algo que debería abrumar a quienes en esos mismos partidos se dedicaban mientras a robar. En todo caso, nos dieron más que nos darán nunca quienes les intentan desacreditar con sus demagogias para arrancar unos votos.

Aporto mis anteriores epístolas como aval, pues no puede decirse que no he sido duro con quien ahora manda. Y como el ataque a alguien suele interpretarse como defensa del contrario, pues ya Ortega y Gasset decía que la única razón que unos tienen es la que han perdido sus contrarios, escribo esta epístola para desengañar a quienes lo han valorado así. En absoluto. Que uno no quiera morir de cáncer de próstata no debe interpretarse como que desea hacerlo a causa de un tumor cerebral. En esa tesitura han colocado a los españoles quienes han capitalizado el descontento y la indignación para llevar el agua a su molino. Un molino antiguo, obsoleto, poco eficiente, que por romanticismo, ignorancia o pereza mental, muchos parecen ver deseable volver a poner en marcha. Cuando uno huye no suele mirar bien hacia dónde. No estoy entre ellos. Es duro abandonar una creencia, abjurar de una fe, pero espero que muchos de sus simpatizantes vayan siendo capaces de ver la verdadera cara de estos gurús.

Veo con asombro a muchas personas que tengo por inteligentes y leídas, a quienes además habría que presuponer un juicio que la edad suele proporcionar, aunque veo que no es cosa general, arrojarse empujados por la indignación en manos de estos personajes de forma increíblemente acrítica. Y asumen entero el kit de progresía que les ofrecen, de un progreso en mi opinión, mal entendido. No falta nada. Y a mí me espanta ese sometimiento mental y moral a un corpus doctrinario establecido, monolítico, sin fisuras. A un manual del buen rojo, en terminología que se han ocupado de resucitar, pues como primer logro, entre unos y otros han conseguido volver a partir España en dos, al menos están en ello con todas sus fuerzas. 

Facha es quien difiere en algo de las creencias de esta secta, y les llamaban casta antes de hacer glorioso ingreso en tal club, ya diluido, pues va resultando un movimiento con tintes religiosos, un asalto al cielo guiado por dogmas asumidos sin cribar, revelados —por enésima vez— por obispos laicos que imparten doctrina sacada de antañones incunables, hablando ex cátedra, iluminados de forma infalible por su particular espíritu santo que habita en la Complutense. En su capilla dan la bienvenida a Otegui, cómplice de secuestradores y de pistoleros que disparaban en la  nuca de quienes pensaban distinto. Unos demócratas, en fin. Y dan certificados de pureza de sangre desde una superioridad ética que dicen tener pero que no existe, pues como depositarios de las tablas de la ley e intérpretes de la divinidad, se permiten señalar a los que merecen la salvación y los que no. Sus mítines son autos de fe. Vuelta al siglo XVI presentada como avance. Lo más novedoso de su doctrina es del XIX.

Este bloque de creencias no permite fallar a ningún palo. Abarca desde el soporte a aberrantes sistemas políticos, a quienes ellos han asesorado y acompañado en su fracaso y cuyos resultados a la vista están, hasta la simpatía por asesinos y secuestradores con quienes están más dispuestos a pactar que con los partidos democráticos, evidencia de que ellos no lo son. Desde el apoyo a nacionalistas desaforados y okupas, colectivos ambos entre los que hay no pocos que considero simples delincuentes, hasta el repudio al ejército, la bandera, el himno o las fuerzas de orden público, a las corridas de toros o el apoyo a la pantomima risible de la primera comunión o el bautizo laicos. Una cosa más que razonable es que no te guste ver matar a un toro en la plaza, o asistir a las procesiones, o no ser creyente, defendiendo el laicismo de la sociedad; otra muy distinta es ir de comecuras y faltar al respeto a las creencias de millones de españoles. Éstas son creencias que si bien no comparto, no dejo de pensar que merecen respeto, no esa hostilidad tan infantil como dogmática. Que lleguen a la torpeza de gastar sus fuerzas y tiempo en desacreditarse atacando las procesiones de Sevilla, mostrar las tetas en una capilla, que no mezquita,  desairar a instituciones clave desde un antimilitarismo ingenuo y marginal o carnavalizar las cabalgatas de reyes, dice mucho de sus prioridades y fijaciones, a la vez que nos indica por dónde van los tiros. Hay que defender hasta que una acólita de la cuerda se mee en la calle camino de la concejalía que ocupa. No es ese el tipo de personas que merecemos tener al mando. Que otras tampoco lo sean no supone dejar de buscar opciones más presentables. No es que se resalten estos desatinos, simplemente sucede que poco más han hecho hasta el momento.

Se añade el menosprecio a la Constitución y a la Transición que la hizo posible, quizá la mejor época de nuestra historia, incluida la descalificación de políticos que muchos echamos de menos, sobre todo al compararlos con quienes ahora intentan desacreditarlos. Por supuesto, resucitemos la guerra civil, quitemos las calles a Jardiel Poncela, a Miura o a Muñoz Seca por haberse dejado fusilar por un matarife inadecuado, el busto a Pemán o la placa a los religiosos de 18 años asesinados en Madrid... Hagamos así justo lo que los otros hicieron igual de mal. No se trata de corregir errores, sino de caer en los mismos, haciendo un paréntesis de 75 años, salto atrás que poco ayuda a la convivencia. 

De que sus actuaciones teatrales van más dedicadas a dar gusto a la peña que a solucionar unos problemas que les preocupan menos de lo que quieren aparentar, pues es el poder y el control de la sociedad lo único que evidencian ansiar, es muestra lo que Iñaki Gabilondo calificaba de incongruencia, refiriéndose a un Iglesias en mangas de camisa ante el rey pero de frac en los Goyas. Yo más que incongruencia lo calificaría de estupidez, de falta de respeto a las instituciones, de postureo y de indignidad. Nunca votaría a nadie así. 

Quien me conoce sabe el poco significado que doy a la largura del pelo o a la indumentaria, pero alguien sin cortesía ni educación no puede representarme. Los fantasmas en los castillos escoceses, no en el Congreso de los Diputados y menos con mi voto. Para los más espesos aclaro que eso no supone alabanza a muchos de sus actuales ocupantes. Y allí, igual que en los ayuntamientos, parlamentos regionales, y a donde van llegando, a cobrar ovíparamente, ellos y sus parientes que llaman a asesorarles con sueldos de presidente de gobierno. Decir que donan parte de lo cobrado no me basta, pues igual me da que lo gasten directamente o vaya a sufragar a su partido o sus cadenas de televisión. Mejor bajarse el sueldo como prometieron hacer, o donarlo al Cotolengo o a Cáritas, lo demás son milongas y excusas de mal pagador. Y buen cobrador. No es que les pida más que a los otros, pero son ellos quienes llegaron donde están prometiendo hacer lo que ahora incumplen. Pusieron el listón muy alto y me jode que ahora pasen por debajo de él.

 Ya sé que para algunos dar mi opinión sobre estas cosas, que muchos ven sin atreverse a decir, menos a dejarlo escrito, me sitúa en eso que llaman ‘la caverna’, juicio que poco me preocupa, pues hay varias cavernas y resultan cajón de sastre donde, a falta de razones que oponer, algunos meten todo lo que les contradice. Por otra parte, puestos a ser sinceros,  poco aprecio y respeto me merecen quienes recurren a esa descalificación como único escape.  Este recurso tan sencillo evita buscar argumentos ni plantearse qué es lo que, en definitiva, viene uno a sostener con su voto. No estamos en tiempos de contemporizar, sino de pensar y de llamar a las cosas por su nombre, aunque eso nos violente algunas convicciones, en el caso de tenerlas. Mi solución ante los orígenes de los males que sufrimos, como son el sectarismo, la mediocridad, la corrupción, la falta de metas claras, justas y viables, la soberbia, la ambición personal y partidista, la indiferencia ante el desamparo de gran parte de la sociedad, se reduce a recuperar valores perdidos como la vergüenza, la honradez económica e intelectual, la independencia de la justicia, el control escrupuloso del gasto y de su justa redistribución, y sobre todo, inteligencia. Todo ello con la mayor de las libertades. Como se puede ver, la solución queda para mi muy lejos de lo que Podemos puede ofrecer. Descartados la impiedad y el totalitarismo, los dos extremos que se nos ofrecen, mis opciones se reducen a quedarme en mi casa en unas próximas elecciones o elegir a alguien más centrado. Política y mentalmente.

Es momento de razón más que de vísceras, cuando cada vez más, se intenta anteponer la revancha a la justicia, cuando el comportamiento se ve regido antes por el pensamiento rápido, por la respuesta instintiva, visceral, que por el pensar lento, reflexivo y ponderado. Nos estamos animalizando en nuestras reacciones y nuestro cerebro, quién aún lo tenga en uso, debería evitar que sus actos y palabras sean determinados por reflejos, como lo es la rodilla cuando se le golpea con una maza.

El dibujo de Pablo Iglesias es obra del genial ilustrador Ricardo Martínez.