En España siempre hemos intentado corregir los errores, los
agravios, incluso los crímenes acaecidos en nuestra historia perpetrando otros
que salden las siempre insatisfechas cuentas pendientes. Obramos de forma
pendular, sin estados intermedios, matices ni equilibrio. Dar la vuelta a la
tortilla en frase castiza. Si esto se hace con descuido suele requemarse su
exterior por una u otra cara. El interior, la mayor parte del invento, permanece
invariable, es decir crudo, sea la cara o la cruz de la tortilla lo que se chuscarre. Es decisión de quien tiene la sartén por el mango, pues la tortilla
no suele opinar, siendo parte muy afectada y el interior, que supone su
mayoría, aún es más improbable que se manifieste. Es lo malo de los excesivos
ardores, de la llama viva, pues el fuego lento y el pausado cocimiento es algo
propio de los buenos cocineros. Y de las buenas ideas o de las obras duraderas.
Juzgamos episodios pretéritos —analizar es palabra excesiva
y fuera de lugar entre nosotros— con criterios de clan, de tribu, de facción,
como ocurre de forma grotesca con la toma de Granada en 1492, con el descubrimiento
de América y con otros miles de hechos de nuestra historia, en cuya
interpretación se condensa la estupidez nacional.
Aunque pasiones y fobias aún
nos impidan interpretar de forma adecuada acontecimientos más recientes, debería
al menos extrañarnos el hecho de que seis siglos no nos basten para asumir
aquellos más lejanos como algo pasado, imposible de valorar con criterios
actuales por parte de los habitantes de España, país invertebrado que lleva
veinte siglos sin techar el edificio, cuestionando eternamente las trazas de la
casa común, removiendo sus cimientos y tirando y volviendo a levantar las
paredes. Por eso cuesta tanto poner la bandera en el techo de la obra. Tampoco
sabemos qué pedir a la banda que toque para celebrar la inauguración.
Metidos en obras y reformas, discurro que hermoso sinónimo
de albañil es alarife. Ambas palabras son árabes. ‘Al-banni’ era pronunciación
dialectal andalusí del árabe clásico ‘al-banna, pues ‘banna’ significa
construir. Así el albañil era “el constructor”. El alarife, ‘al-arif”, era “el
experto”, el maestro de obras. Aixa, un rifeño con el que tuve el placer y el
honor de cenar una nochebuena, insólita historia que no viene al caso, disfrutando
de una larga conversación que, sin vino ni cava por parte suya, vino a derivar hacia
las alcachofas, alcántaras, alcantarillas, alcalás, abencerrajes y berenjenas. No
es cierto que la cara sea el espejo del alma, pues la suya era en verdad
difícil pero encubría un interior sabio y delicado. Me decía con voz dulce y
pausada, arrastrando las eses, que los rifeños fama tienen de ser buenos
albañiles y que era habitual que antaño vinieran reclutados a construir esos
monumentos que hoy nos encandilan y deslumbran en Andalucía y otros lugares. No
es descabellado pensar que “alarife” venga a ser como rifeño, aunque doctores
tiene la iglesia, en este caso la mezquita o la madrasa.
Viene esta erudita digresión al caso pues pienso que, junto con
las acequias y tantas otras buenas cosas, nos trajeron la palabra “cabila” y su
carga vital, y sé que los vocablos permanecen si con ellos llega algo nuevo,
algo para lo que no teníamos nombre, sea cosa, fruto o sentir. O los hablantes
los adoptan porque matizan, reconforman o refuerzan algo preexistente. Con estos
bereberes, o con las élites sirias o árabes de la misma Arabia que les
espoleaban, nos vinieron la alcurnia, la aldea y la alquería, las alfaguaras y
las alfadías —cohechos o sobornos—. Algunas de esas cosas y costumbres arraigaron
fuertemente, en verdad, por fuerza de alfanje o de buen grado, por resultar muy
convenientes para algunos. Comparecieron, pues, las aceñas, el alféizar, los
albotaires, labor de azulejos con que decorar las bóvedas, se rebautizaron las acémilas,
vinieron el ‘siqal’, instrumento para pulir o bruñir del que sale “acicalar”, el
azimut para orientarse, las adarajas y los ademes, los adoquines y ajimeces, el
alacet, —fundamento o base de un edificio que es palabra árabe conservada en
Aragón—, los alambores o alaroces, —largueros que dividen el hueco de una
ventana o puerta, como alamudes son las barras de hierro que las aseguraban—.
Les acompañaron albacaras, —torreones o recintos murados—, albayaldes, alacenas, albahacas y ajonjolís, entre otros
miles de hermosas palabras.
Si bien lo de la albahaca y los alcahuetes, las alcachofas o
el ajonjolí es para alegrarse, y no digamos las alcantarillas, las acequias y
los alboroques, los alborozos o las albricias, lo de las cabilas lo es menos. Se
le sumó ese sentimiento teocrático semítico, judío e islámico, que cede a la
religión y a la creencia indiscutida el timón de la sociedad, y nos dejaron no
solo la palabra cabila, sino bien arraigada la impronta que nos contagió su
carácter de grupúsculos de individuos indómitos errando por el desierto, hostiles
frente a quien no pertenezca al clan, despojándonos de la superficial capa de sometimiento
al bien común y de respeto a la ley que nos
impusieron los romanos. De nuestros ancestros iberos heredamos la defensa
incondicional de los caudillos por parte de su banda, llegando al sacrificio. Donde
arribaron los fenicios quedó la avaricia, el egoísmo del comerciante y su
carácter emprendedor. El resultado de tal combinación de genes y tradiciones es
inquietante y a la vista está. No somos españoles, pues ni se sabe qué es
serlo, somos cabileños, tribales, disgregadores, recelosos del vecino, egoístas,
dados a separarnos en taifas a mayor gloria del reyezuelo que, en interés
propio y de su reducida corte, consigue hacerse con el mando de un pedazo de
país. No cabe lamentarse de lo malcriado que nos ha salido el niño y
achacarlo a las sucesivas olas poblacionales que se han ido instalando en la
península, pues genéticamente somos un pueblo muy sano precisamente gracias a
este trasiego secular de cromosomas. Si de griegos, fenicios o romanos, árabes
y bizantinos, vikingos o franceses, hubiéramos ido tomando parte de lo bueno,
que mucho había, seríamos casi perfectos, como por azares de la genética
nacen algunos solitarios ejemplares de la fauna nacional, cuya cabeza nos
apresuramos a cortar.
Es menester que todo hecho pasado se juzgue con el filtro
temporal que le sitúe en su contexto. Pero para eso hace falta cultura,
conocimientos, tiempo e interés en el estudio, informarse de qué pensaban
nuestros antepasados, en qué creían, cómo vivían en la época y sociedad que
produjo aquello que hoy tan duramente juzgamos. Algo muy lejos del alcance de
la ciencia e intención de la mayor parte de los contemporáneos.
Por eso tengo por muy conveniente el estudio de la historia,
no menos la de las palabras o la de las ideas que la de los hechos, muchas
veces iluminados más por el arte que por los cronicones. Una obra literaria, un
cuadro, un romance, una canción popular, una obra de teatro, suelen aportar más
luz que la Historia cuando ésta se escribe con cercanía temporal y vital a los
hechos referidos. La autoría de la historia escrita siempre se ha atribuido, no
sin razón, a los vencedores, que suelen ser quienes encargan su redacción y no
suelen ceder al enemigo la pluma. Acostumbra referirse esta historia tan
parcial al recuento de las batallas y el elogio de los personajes de los que
ella ha decidido dejar memoria, como nobles si vencedores, como villanos si
derrotados. Lo peor de este tipo de crónica es que olvida a las personas
normales, a los que quedaron con las tripas de fuera en los gloriosos campos de
batalla que encumbraron a carniceros como Napoleón a la categoría de héroes
nacionales. Lo vidrioso y escurridizo del estudio del pasado hace que eso mismo
pueda servir de ejemplo de lo contrario de lo que antes se argumentó, pues ha
habido derrotados como el citado sardo de Waterloo que se han salvado
inexplicablemente en un juicio en el que los testigos que declararon a su favor
en realidad fueron sus víctimas.
La lima del tiempo también es parcial pues mantiene en pie
palacios, templos y castillos, murallas y otras obras de aparato, mientras
arrambla con las chozas que habitaron quienes levantaron las anteriores
maravillas y se deslomaron trabajando para mantener los lujos de sus moradores.
Redondea la suerte que el arte tiende más a perpetuar la memoria de los que
disfrutaron de estas obras de piedra que la de los canteros que vivieron en
cobertizos de paja mientras labraban los sillares ajenos. Los cuadros, libros,
romances y crónicas que han perdurado, lógicamente retratan y nos hablan más de
los primeros que de los segundos. Lo que hoy vemos en los museos es el menaje
de hogar de los poderosos, el adorno de sus casas, su vanidad hecha materia por
artesanos a sueldo, que sólo hoy consideramos artistas.
Hay algo de fatalista en esta visión de la historia que
parece dejar la responsabilidad de los aconteceres de nuestro pasado en las fuerzas
geológicas y en impulsos biológicos propios de la evolución de la especie
humana, enfoque que se complementa con la atribución de los cambios al impulso
individual de personas providenciales, pues no se puede obviar que no pocas convulsiones
del pasado nacieron en un lugar e instante concretos incubadas por la voluntad e
impulso de unas pocas personas, muy pocas y casi siempre movidas por sueños e intereses
que en parte les eran ajenos. El aire de los tiempos, sin que nos detengamos a averiguar
quién los soplaba.
Inexplicablemente, aun cuando las más de las opciones
elegidas eran gravosas para el común, solían
ser en su momento asumidas por la población, siempre irreflexiva, siempre ciega
ante la verborrea de elocuentes orates que les empujan hacia su perdición. La
misma población que, también siempre, termina por pagar los platos rotos, pues la
vajilla de palacio no se suele desportillar, si acaso cambia de mesas y de
dueños con el paso de las dinastías. Tener estas decisiones sin vuelta atrás
por algo natural, inevitable, que no pudo ser de otra forma, es perverso. Las
masas, cuidadosamente mantenidas en la ignorancia, suelen participar en esta
perversidad, encandiladas por la engañosa grandeza de las empresas que les
sugieren o imponen los caudillos de turno, por la autoridad de esos jefecillos
tribales que les arengan con lengua de serpiente, esos que desde la colina encaramados
a un caballo o bajo una sombrilla les ven morir en defensa de la patria. Si la
cosa se pone fea para la tropa, ya llegarán a un pacto de familia con los que
desde la otra colina ven boquear a los suyos con deportivo interés.
A causa de las reflexiones anteriores miro con cierto resquemor
lo que hoy algunos llaman memoria histórica, disconforme con el término usado,
metiéndome a sabiendas en un nuevo jardín, como me suele ocurrir. Un pleonasmo,
una redundancia. La historia es memoria y los adjetivos innecesarios suelen
restar, más que añadir y siempre confunden. No se debería haber incluido bajo
ese inadecuado título el tema de la búsqueda y recuperación de los restos de
personas asesinadas por unos o por otros, antes, durante y después de nuestra
trágica guerra llamada civil, que aún yacen en las cunetas y al lado de las
tapias de los cementerios. Vergüenza debería producirnos que esto no se haya
hecho antes por parte del Estado, en lugar de dificultar y poner trabas, ya que
no ayuda, a que sus familiares lo hagan por fin.
Buscar por las cunetas los restos de españoles asesinados
por otros españoles es una mínima reparación, noble y necesaria,
imprescindible, que hace tiempo debería haberse realizado. Otro tipo de
ejercicios de memoria histórica, afán que en ambos bandos, por desgracia
renacientes, se ha despertado tal vez con mejor intención que oportunidad, se
me antoja selectiva, miserable, mezquina, me deja regusto a cabila, a odio
tribal, a venganza de tutsis y hutus, a pobreza intelectual y moral de un
ajuste de cuentas que hace aflorar de nuevo lo peor de nosotros, me sabe a
mentira, a intento por ambas partes de ocultar algo que avergüenza a quienes selectivamente pretenden eliminar
del recuerdo y de la historia aquello que no cuadra con su versión de penosos episodios
de un momento de nuestra historia en que hubo muchos sujetos que fueron peores,
pero pocos buenos, salvo muy honrosas y escasas excepciones, como la del último
alcalde republicano de Madrid. Es justo lo contrario de lo que decía tal ley que
venía a evitar.
En lo restante, poco hay que hacer. Entrar sin delicadeza en
un juego de memorias y desmemorias, visto lo anteriormente expuesto, es en mi
opinión contraproducente pues cada uno intenta reelaborar la historia a su
gusto, resaltando o descartando con una memoria selectiva, también adjetivada, los
hechos que a cada uno interesan. Cierto es que sobrado tiempo ha tenido la
parte levantisca de la contienda para honrar a sus muertos y de hacer olvidar,
cuando no intentar deshonrar, a los ajenos. Pero la solución no es obrar con igual
sectarismo que ellos con carácter retroactivo. Poco hay que reescribir. Quien
no sabe más del tema es que no ha hecho nada por enterarse, ya que las fuentes
son diversas, fiables y abundantes. Los muertos en el frente cabe atribuirlos a
quien inició la guerra. Los asesinatos de civiles no, y me resisto a
clasificarlos en justos e injustos, como algunos hoy pretenden hacer en función
del bando de los asesinos. Sus autores fueron unos desalmados, unos deshechos
humanos, vergüenza eterna para España, vistieran de azul o de rojo; igual de
miserables estiraran el brazo o levantaran el puño, y tan lejos estoy de
quienes justifican a unos como de quien lo hace con los otros. Una chusma
indistinguible. Huyo de nadie que se asemeje a tales basuras de la historia
nacional.
Por eso, nadando contra corriente, no me puedo callar ante
cosas que leo en la prensa hoy en día. Si es que queda alguna calle dedicada al
último caudillo de una larga lista que parece buscar sucesor, años ha que
debería haber desaparecido, igual que cualquier otra referencia que pudiera
entenderse como ensalzamiento de algo que no debiera haber ocurrido. Nadie
debería quejarse de ello. De ahí a quitarle la calle a Muñoz Seca, autor de la
Venganza de don Mendo, por ser un asesinado de derechas, el busto a Pemán por
adicto al régimen de Franco en una España en la que una gran parte lo era o
fingía serlo para llegar hasta hoy vivos, aunque algunos presenten hoy credenciales
de lucha y enfrentamiento a la dictadura más falsas que un billete de trece
euros.
Retirar la placa dedicada a 8 carmelitas de 18 a 23 años
asesinados, como en Madrid se ha perpetrado, es precisamente un miserable ejercicio
de desmemoria selectiva, de manipulación del pasado para evitar que se recuerde
lo que incomoda a quien ordena quitar la placa que constata un crimen que quien
así obra parece justificar. Es sostener que hubo muertes defendibles, excusables
y otras que no lo fueron. No es un sano y necesario ejercicio de memoria, noble
afán de restaurar el recuerdo de aquello que no queremos que acabe en el
olvido, bien como ejemplo, bien como escarmiento, algo que deseamos evitar que
vuelva a suceder, sino, en mi modesta opinión, supone un burdo ejercicio de
ignorancia con regusto a revancha y a desprecio hacia los sentimientos y
valores de millones de ciudadanos. Justo lo injusto que con sus padres o sus
abuelos hicieron. Así ya todos somos iguales. Para ese viaje no necesitábamos
setenta y cinco años de alforjas. Como siempre, nos faltan mandelas y nos
sobran robespierres. Quienes en Francia quitaron un rey por el expeditivo
procedimiento de separarlo de su cabeza fueron los mismos que instalaron pocos
años después en su palacio a un emperador.
La transición española, con sus aciertos y desaciertos, es
tal vez uno de los pocos episodios de los que los españoles podemos estar
orgullosos. Por eso estoy justo enfrente de quienes hoy intentan
desacreditarlo. Afortunadamente en aquellos momentos contábamos en España con
mejores políticos que los actuales, tanto los viejos como los nuevos, pues eran más prudentes y leídos y menos desmemoriados y soberbios, y dudo mucho que los
personajillos que hoy copan las portadas y las pantallas sean capaces de acordar
ni de imponer una constitución mejor que la que hoy tenemos. La situación
únicamente permite escasos retoques tan necesarios como insuficientes para
conciliar unas ambiciones personales y territoriales y saciar hambres que hacen
necesarias tartas de 600 grados. Y ya nos dejaron dicho en Mesopotamia y en
Egipto que una tarta como Isis o Baal mandan tiene que tener 360º. Una pena,
pero es así.